Ana
Gorría habla de Emily Dickinson y no solo su poesía hace pensar en ella. Parece
su hermana que hubiera regresado y hubiera aparecido en Madrid, siglo veintiuno.
No pretende gustar, ni vender, no tiene necesidad de maquillaje y ropa vistosa:
tiene su poesía como carta de presentación y como toda excusa. Su palidez y sus
ojos negros le bastan, igual que un mito decimonónico, que confirma la regla de
que los buenos poetas son melancólicos.
Ana
se transforma leyendo Araña, el poemario cuidadosamente encuadernado, riguroso y
límpido, como su poesía, que da en el blanco preciso. El otro día en clase
hablábamos del concepto de punctum de Roland Barthes. Pues bien: Ana me ha
punzado. Como si, después de saturarse la cabeza de información y lectura a lo largo
del día, de repente encontrara una luz, y cobraran sentido todos los silencios,
los espacios, las pausas.
Mientras
Ana lee en voz alta me pregunto por su melancolía, por la languidez de su habla, y esas sombras bajo los párpados. Podría
parecer que se pierde en más oscuridad, en
pozos más hondos, pero a mí me parece que destella luz, proyectos y mucha vida.
Que, como dice la cita de Blade Runner en su poema Tela de araña, La luz que brilla con el doble de intensidad
dura la mitad de tiempo.
De
su poemario Araña (El Gaviero Ediciones, 2005):
ARIADNA
OLVIDA EL MAR
El
rostro reclinó. Desde la orilla
todo
era paz. Olor. Inmensidades.
Verdades
concedidas al espacio,
suavemente
oscilando entre las ramas.
Aspiró
el aire frío que se abría
como
un sol de papel en sus pulmones.
Saber
del mar su luz, su pasadizo.
Atrás
dejar la sal. Volver a casa.
BEMOL
Con
los ojos clavados en el techo,
ignorar
por qué
pesan los párpados,
cuánto
tiempo perdido
y
cómo despertar de la parálisis.