Cuando
conocí a Gema, primero descubrí que era la edad, luego la universidad en la que
estudiábamos (la Autónoma), después las hermanas de quince años, y las madres
que habían estudiado historia del arte y que nos miraban con caras alucinadas después
de leer nuestros poemas. París y Le Quartier Latin, el pelo castaño, el olor a vainilla. Luego los recitales en
los que coincidíamos y finalmente la poesía. O fue al revés, en realidad:
primero estaba la poesía y después necesariamente todo tenía que coincidir.
Pese
a que no nos habíamos visto mucho antes, más que en recitales por las noches y
poco más, el día que quedé con Gema para preparar esta lectura, me sentí con
ella como si fuera algo así como “mi hermana poética”, aunque casi no conocía
su trabajo. Luego cuando leí a fondo Compañeros
del crimen, me di cuenta de que, a pesar de las diferencias de forma y
tono, o lo que sea, subyacía un lenguaje común a las dos, más allá de las
similitudes generacionales y de
antecedentes literarios.
Porque
los antecedentes penales de Gema se parecen mucho a los míos: Valente, Pizarnik,
Wikipedia, (de donde saca una cita que me encanta sobre la calidez de los
cuerpos en su poema “donde la
incandescencia”, e ingeniosamente transforma la ciencia en poesía y la
poesía en ciencia). Las dos tenemos la fantasía de que hubiéramos sido buenas
amigas de Alejandra, supongo que por lo que todo el mundo, para haber intentado
salvarla. O más bien que ella nos hubiera salvado. Encuentro la ternura de Alejandra Pizarnik en
muchos de los versos de Gema Palacios, pero con el carácter y la poética
propias de Gema Palacios. Leo, por ejemplo: “te
temo cerca como a la tempestad innombrable como/al pájaro de alas picudas como
al padre/con canas”
También
leo: “pero el placer es fácil tan fácil
como abrirse y cerrarse/ hasta que las fuerzas ya no.” (Este verso lleva por
cierto rondándome la cabeza toda la semana).
Después
de esto, no puedo seguir creyendo en las coincidencias.
Durante
el año 2013 Gema escribía sobre crímenes poéticos y locura. Durante el año
2013, yo escribía sobre enfermedad poética y locura. No es una coincidencia: muchas
veces los criminales son enfermos, y la mayor parte de las veces lo que hace la
enfermedad es un crimen contra el cuerpo.
Otros
antecedentes comunes son, como no, la infancia y el deseo de la infancia:
“(…) era otro tiempo y yo era/ tan
niña tan niña que/ fuimos impulso y verso en una sola cama”
Las
pistas acerca de los crímenes que la autora cometió en Buenos Aires están
presentes sobre todo en la primera parte del libro, donde los argentinismos nos
transportan directamente allá, como
dirían ellos, mezclados a veces entre “tierras mañas o inglesas” y calles
madrileñas:
“no creo que lo recuerdes porque ni
siquiera yo pienso a menudo/ en esa estrechez/ hasta que te me adentras por los
iris/ nomás sos violento”
Siempre
con la fuerza del viaje y del continuo movimiento:
“vibra el vagón como vibra mi vida/
hace falta que el mundo se tambalee un poco para empezar a querer”
El
torrente de palabras sin más pausas que las que impone el blanco de la página
nos llevan a leer los poemas de Gema con esa velocidad nómada de la que hablo,
casi con voracidad, pues cuando hemos leído un par de poemas, sabemos que la
cascada lingüística va a culminar finalmente en un verso redondo. Por ejemplo,
en “Alas”:
“qué dulce morir crucificada y no
dar la vida por nadie”
o
“pero lo que no sabía era/ que tus
ojos seguirían tan calientes después del incendio”
o
también
“jamás vería otras sombras haciendo
el amor/ como si fuera la última vez que se tocaran”.
Pero
basta ya de destripar los poemas de Gema leyéndolos por el final, porque sería
como si en una presentación de novela negra empezaran desvelando la identidad
del asesino (cosa que cuadra, por cierto, con el título de su poemario).
No.
Los crímenes de Gema hay que leerlos desde el principio. Porque, además, el
verdadero crimen, desde mi punto de vista, es esa punzada que nos inflige la
poeta en estos versos finales en forma de coda.
Las letras de Gema rebosan fuerza y determinación, que
muy bien se reflejan en la portada del libro que, aunque es una imagen
abstracta, a mí me hace pensar siempre en algo
ardiendo (qué es ese algo, todavía no lo he descifrado). Compañeros del crimen está repleto,
efectivamente, de crimen poético y de locura, es decir de la enfermedad de
vivir, en lo que a mí me atañe.